Por: Jostin Almaraz
Foto: Jostin Almaraz
Edición: Cinthya Bolado
De niño, al regresar de la primaria, pasaba siempre por el mercado. Me lo sabía de memoria: sus pasillos, puestos y lo que vendía cada uno y hasta la zona de baños que poca gente conocía. Inclusive recuerdo que existía una leyenda urbana en mi escuela sobre esos baños. De mañana me iba a dejar mi papá en el carro pero de regreso era otra historia. Saludaba a todos los locatarios como si fueran de mi familia. Juntaba lo que me daban diario y el viernes -el único día que podía llegar tarde a casa- compraba todo lo que se me antojase; esquites, helado, patitas de pollo con salsa botanera, palomitas con limón, algodón de azúcar, churritos o cueritos preparados. Doña Barbara me decía hijo mientras los preparaba.
-¿Cómo te fue hoy en la escuela, hijo?
-Bien doña Barbara, en el recreo me gané seis canicas.
-Ah, muy bien. Pero también debes poner atención a la clase. Nunca dejes la escuela para que tengas un buen trabajo después.
-Sí doña Barbara. Póngale un poco más de limón, por favor.
-Son dos pesos hijo.
-Sí. Gracias.
Luego de comerme los cueritos con un palillo me iba a las maquinitas a echar la reta. En el último año de primaria mi papá se fue a Estados Unidos y ya no me iba a dejar. Cuando entré a la secundaria ya no pasaba por el mercado tan seguido y en la preparatoria íbamos a la plaza o el centro comercial en vez del mercado. A pesar de esto nunca se olvida el olor del mercado que varía según el pasillo. Donde venden chiles secos hasta te pica la nariz; el puesto de Joaquín siempre olía a frutas recién picadas o los mariscos puestos en hielo. En el mero centro, donde los puestos de comida, no faltaba el trovador con su guitarra que hacía sonar Cielito lindo o Caminos de Michoacán por una moneda que no afectara nuestra economía. O en el pasillo de los animales, el cantar de las aves me acompañaba cada vez que iba por alpiste suelto que mi abuela me encargaba para sus canarios. Justo de eso platicaba con mi papá por teléfono que re bien que le salía el silbido de globero o el jilguero.
Justo ahí, en el mercado, sobre el tercer pasillo, en la mera esquina me di cuenta, por vez primera, que me gustaban las niñas. Su nombre tan lindo como sus ojos cafés y profundos, de tes morena y cabello chino muy largo y abultado. Era hija del paletero, creo que venían de Toluca -difícil me resulta ahora recordar la procedencia de todos los que allí hicieron vida pues el mercado no discrimina en absoluto y tanto los clientes como los dueños provenían de muchos y muy variados lugares-. Se la pasaba sentada haciendo tarea o despachando el local junto a su padre. El señor me daba miedo, así que en vez de ir con él, le compraba a ella. Después de darme cuenta que me gustaba su mirar y su mano suave que rosaban con la mía llena de tierra por andar jugando canicas al darme el cambio, me escondía por entre los puestos y la espiaba. Esperaba a que su padre se entretuviera con un cliente para luego llegar cada viernes y comprarle un agua fresca en bolsita con popote largo. A pesar de la alegría que me ocasionaba y la emoción que me asaltaba, bien sabía que lo nuestro nunca podría ser porque ella era de la secundaria quince “Margarita Maza de Juárez” y yo apenas en la primaria. Sin importar ese pequeño detalle, a veces me gustaba imaginarme con ella casados, con nuestros hijos haciendo tarea al fondo y yo atendiendo la paletería mientras ella me traía la comida de la casa o me ayudaba a atender a los miles de clientes que vendrían desde lejos para probar nuestras increíbles nieves de nanches.
Y es que resulta muy fácil pasarse la vida entre mercados como sin darse cuenta. Justamente platicando con don Rodolfo[1], quien se ha pasado toda la vida aquí. Por aquí se refiere tanto a la delegación Magdalena Contreras -en el Distrito Federal- como a su mercado “De la Cruz”, en donde se dedicó al comercio desde antes de su construcción hace ya treinta y tres años. Platicar con don Rodolfo es viajar en el tiempo pues ha estado desde el primero de abril de 1985 en ese mercado y anteriormente formaba parte de una concentración en Felipe Ángeles en donde estuvieron más de veinte años.
-En 1815, -nos cuenta don Rodolfo- se construyó una cruz de madera que conforme el tiempo se fue desgastando hasta que se cayó. Aún tenemos la cruz original que antes estaba aquí y queremos algún día tener el dinero para ponerla en una vitrina grande y un letrero que diga: “Esta es la cruz original”. Esa cruz servía no solo como símbolo. No na mas de la colonia de la Cruz, sino de todo Magdalena sino para ubicarse uno, si te vas a la izquierda, te vas para el Pedregal, y si te vas a la derecha, llegas a los dinamos. Antes, estaba una mojonera que delimitaba el rancho de las hermana Padierna con la Magdalena y que si se seguía se llegaba al río. Ahora eso ya no existe. Ya no es como antes. Se fue poblando mucho esto. Todo eso ya acabo con la vida que era antes. Por ejemplo, yo de chamaco me iba a robar la fruta a los huertos; había montonales de manzanas, duraznos y tejocotes, todo eso se acabó en la entrada del licenciado Echeverría.
Y lo mismo que cambio la vida en la Magdalena Contreras, también cambiaron los mercados, “antes eran pocos puestos, ahora tiendas donde quiera, muchas pollerías, comida, de ropa y muchas de todo que hace que ya no se venda igual pero no me arrepiento para nada.” Y así, don Rodolfo nos cuenta cien historias de lo que solía ser mientras le corta el gordito a los bistecs o aplana algunas chuletas para asar. Aunque ya es un adulto mayor, don Rodolfo aún se para a las cinco de la mañana, se arregla y se viene desde temprano a abrir su local, lo limpia y luego saca las carnes para montarlas en el mostrador. Las clientas matutinas pasan como de costumbre a pedir “lo de siempre”. A medio día llegan clientes menos constantes en busca de algo para hacer de comer ese mismo día. Ya sea puerco en salsa verde o unos hígados encebollados. Inclusive, cuando don Rodolfo las mira indecisas –la mayoría de sus clientes son mujeres- les da recomendaciones e inclusive recetas. Ya en la tarde, cansado, don Rodolfo se sienta a ver la televisión en espera de “ya los últimos” que asegura “a veces vienen y a veces no” para concluir su día regular -entre semana- “como eso de las cinco o seis de la tarde”.
En mi doceavo cumpleaños me marcó mi papá y platicamos largo rato. Me contó que tenía muchas ganas de un buen pozole como el que comíamos los domingos en el mercado. Que allá en el gabacho no existen los tamales y que los tacos son duros e insípidos, como hechos con una tostada en vez de una tortilla. Que en donde se va a surtir su despensa es un mall con su super y que la única comida cerca es la rápida.
Por eso amo mi mercado y cada que o me escapó de la rutina cotidiana a que fluyan los recuerdos entre las frutas y verduras, entre la ropa y el calzado, entre los gritos y chiflidos, entre los niños corriendo y las comadres chismeando, entre los señores quitándole las escamas a los pescado y cargando huacales a un diablito. Recuerdo a mi viejo y su carro, recuerdo los ojos cafés y profundos de Daniela, mi primer amor, los choriukens de las maquinitas y el hijo cariñoso que doña Bárbara me decía cada que la veía.
Mi padre, al igual que don Rodolfo son viejos nostálgicos de los buenos tiempos y a pesar de tener varias décadas de distanciamiento entre ellos y yo, me siento identificado. Los escasos cambios que he presenciado me dejan con un sabor agridulce. Don Rodolfo es hijo de un carnicero que “nunca quiso ser ni campesino ni obrero”. Por eso, el padre de don Rodolfo “anduvo buscándole hasta que se pudo poner su puesto de carnicero por San Juan”, eventualmente “yo me hice cargo de ese lugar. Primero como aprendiz. Barrele aquí, limpia allá y luego ya poco a poco me dejaban que cortes pequeños o a moler la carne en la maquina” para finalmente “heredar todo lo que mi padre sabía y tenía”. Así fue como don Rodolfo llegó a convertirse en carnicero de profesión.
Antes iba “por mi carne allá por eje uno, que ahora se volvió el mercado de carnes porque el de Ferrería lo demolieron” pero, actualmente la manda a traer. Ya no sabe muy bien de dónde proviene y los lazos con los antiguos dueños se han roto. Pero esto no merma el espíritu de salir adelante. Setenta y siete años tiene ahora don Rodolfo y sigue atendiendo su local con alegría y vigor. El locatario más ancestral de toda Magdalena Contreras, y tal vez de la Ciudad de México, dice con una sonrisa adornada con mil arrugas que de seguro “moriré en mi changarrito, cerquita de mi natal San Nicolás Teotolapan” recordando viejos tiempos igualito a mí y a mi padre; que en paz descanse.
Almaraz López Jostin Alexis.
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[1] Rodolfo Gallegos Flores, nativo de “un pueblito llamado” San Nicolás Teotolapan que pertenece a la delegación Magdalena Contreras, Ciudad de México. Don Rodolfo, quien naciera el 3 de octubre de 1938 es carnicero de la primer generación del mercado De La Cruz y pertenece a la mesa directiva básicamente desde su fundación. También es líder moral de la unión de mercados del distrito federal, principalmente las de Magdalena Contreras.
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